miércoles, 30 de noviembre de 2011

La eterna resaca.

Fue como una visión apocalíptica, dantesca. El perro mordiéndose en su propio cuello, con las fauces de una, se arrancó la otra cabeza. La sangre, que brotaba de la herida a borbotones rojos, se diluía con la lluvia que traían los nubarrones del norte y del este. Por fin, Calíspigo, ya con una cabeza sola, miró hacia los nubarrones y ladró orgulloso de su victoria. En el lodo, donde el agua de la tormenta, la sangre de la cabeza caída y las babas del voraz apetito de Calíspigo se mezclaban, se revolcaban lozanas las ovejas, mientras balaban a coro el nombre del vencedor. No tendrán tiempo las ovejas de limpiarse el barro, la sangre y las babas, la vida con la muerte traerá una fútil limpieza, que no será más que la antesala de futuros barros. Da igual que mañana salgan a balar, a montar el circo: saldrán manchados. Da igual cuántas veces renieguen luego de la cabeza vencedora, estarán manchados. Da igual que intenten sanar la otra o que se alcen contra los demás perros y lobos, lo harán manchados. Pues no hay peor mancha que la que dejan las heridas, no hay peor herida que la que se hace uno a sí mismo.

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