Fue como una visión apocalíptica, dantesca. El perro mordiéndose en su propio cuello, con las fauces de una, se arrancó la otra cabeza. La sangre, que brotaba de la herida a borbotones rojos, se diluía con la lluvia que traían los nubarrones del norte y del este. Por fin, Calíspigo, ya con una cabeza sola, miró hacia los nubarrones y ladró orgulloso de su victoria. En el lodo, donde el agua de la tormenta, la sangre de la cabeza caída y las babas del voraz apetito de Calíspigo se mezclaban, se revolcaban lozanas las ovejas, mientras balaban a coro el nombre del vencedor. No tendrán tiempo las ovejas de limpiarse el barro, la sangre y las babas, la vida con la muerte traerá una fútil limpieza, que no será más que la antesala de futuros barros. Da igual que mañana salgan a balar, a montar el circo: saldrán manchados. Da igual cuántas veces renieguen luego de la cabeza vencedora, estarán manchados. Da igual que intenten sanar la otra o que se alcen contra los demás perros y lobos, lo harán manchados. Pues no hay peor mancha que la que dejan las heridas, no hay peor herida que la que se hace uno a sí mismo.
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