lunes, 28 de marzo de 2011

El Tiempo es oro.

Una semana y media: ese era el tiempo que había entre la razón y la locura, la pérdida del rumbo y la marca del cambio de toda una vida.
Luis había llegado de su casa perdida en las brumas del lejanísimo provincianismo, a la niebla de chimeneas aullantes de la capital. Su padre, Ramón, obrero hijo de obreros, había puesto en esta empresa, no sólo el sudor aunado del correr de todos sus pasados, sino todas las esperanzas de su futuro. Pero en la capital, envuelto en las luces de colores, fascinado por un mundo de plástico y anuncios, Luis, había pasado de la fascinación de la ciudad y el anhelo del campo, a saborear las mieles de la libertad, y más tarde, a la dejadez de la vida relajada y el libertinaje bohemio. El tiempo y los recursos que se le otorgaban para labrar su vida de tal manera que no tuviera que pasar por las penurias paternas, se consumían lascivas en noches sin luz ni recuerdo. Néctar de uvas y raíces sustituyó al Tesón y al Estudio, y el Trabajo acabó conformándose con el ondear cadencioso de las sábanas.
En la vorágine de días perdidos, llegó la hora, y vino, por fin, el Señor Tiempo a reclamar la renta de los bienes alquilados. Fue entonces cuando el joven Luis, menguado y devorado por sí mismo, recurrió de nuevo a las manos de su padre, pues sólo esto le restaba al hijo gastarle. El anciano, resignado, seguro que el esfuerzo era en vano y que su pasado y futuro terminaban en el vientre del hijo, con un último aliento, se las dio junto con lo poco que le quedaba de sangre. Luis volvió a la ciudad, consumió sin duelo los últimos días de su padre, y el Tiempo se cobró en él todas las deudas que jamás pudo pagar, porque jamás estuvo dispuesto a contraerlas, mas, peón de la inconsciencia alocada, las contrajo y pagó al precio más caro.

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